jueves, 27 de diciembre de 2007

Mis autores

Los árboles



Los árboles han sido siempre para mi los predicadores más eficaces. Los respeto cuando viven entre pueblos y familias, entre bosques y florestas. Y todavía los respeto más cuando están aislados. Son los solitarios. No como ermitaños, que se han aislado a causa de una debilidad, sino como hombres grandes en su soledad, como Beethoven y Nietzsche. En sus copas susurra el mundo, sus raíces descansan en lo infinito; pero no se pierden en él, sino que persiguen con toda la fuerza de su existencia una sola cosa: cumplir su propia ley, que reside en ellos, desarrollar su propia forma, representarse a sí mismos. Nada hay más ejemplar y más santo que un árbol hermoso y fuerte. Cuando se ha talado a un árbol y éste muestra al mundo su herida mortal, en la clara circunferencia de su cepa y monumento puede leerse toda su historia: en los cercos y deformaciones están descritos con fidelidad todo el sufrimiento, toda la lucha, todas las enfermedades, toda la dicha y prosperidad, los años flacos y los años frondosos, los ataques superados y las tormentas sobrevividas. Y cualquier campesino joven sabe que la madera más dura y noble tiene los cercos más estrechos, que en lo alto de las montañas y en peligro constante crecen los troncos más fuertes, ejemplares e indestructibles.
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida.
Un árbol dice: en mi se oculta un núcleo, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. Es única la tentativa y la creación que ha osado en mí la Madre eterna, única es mi forma y únicas las vetas de mi piel, único el juego más insignificante de las hojas de mi copa y la más pequeña cicatriz de mi corteza. Mi misión es dar forma y presentar lo eterno en mis marcas más singulares.
Un árbol dice: mi fuerza es la confianza. No sé nada de mis padres, no sé nada de los miles de retoños que todos los años provienen de mí. Vivo, hasta el fin, el secreto de mi semilla, no tengo otra preocupación. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi tarea es sagrada, y vivo de esta confianza.
Cuando estemos tristes y apenas podamos soportar la vida, un árbol puede hablarnos así: ¡Estáte quieto! ¡Estáte quieto! ¡Contémplame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Estos son pensamientos infantiles. Deja que Dios hable dentro de ti y en seguida enmudecerán. Estás triste porque tu camino te aparta de la madre y de la patria. Pero cada paso y cada día te acercan más a la madre. La patria no está aquí o allí. La patria está en tu interior o en ninguna parte.
El ansia de vagabundear me acelera el corazón cuando oigo al atardecer el susurro de los árboles. Si se escucha durante largo rato y con la quietud suficiente, se aprende también la esencia y el sentido de esta necesidad del caminante. No es, como parece, una huida del sufrimiento. Es nostalgia de la patria, del recuerdo de la madre, de nuevas parábolas de la vida. Conduce al hogar, todos los caminos conducen al hogar, cada paso es un nacimiento, cada paso es una muerte, cada tumba es una madre.
Esto susurra el árbol al atardecer, cuando tenemos miedo de nuestros propios pensamientos infantiles. Los árboles tienen pensamientos dilatados, prolijos y serenos, así como una vida más larga que la nuestra. Son más sabios que nosotros, mientras no les escuchemos. Pero cuando aprendemos a escuchar a los árboles, la brevedad, rapidez y apresuramiento infantil de nuestros pensamientos adquieren una alegría sin precedentes. Quien ha aprendido a escuchar a los árboles, ya no desea ser un árbol. No desea más que ser lo que es. Esto es la patria. Esto es la felicidad.


Hermann Hesse




Piropo a Cádiz


No eres tú, una vez más, la pandereta

clara y chillona de Andalucía,

con su cascada, en blondas, de alegría

sobre el carey de la peineta.


Tú, clara y fina, un poco genovesa

y un poco peruana,

toda vestida, sin engaño, de esa

blancura lisa y llana

de la cal de Morón; tú, blanca y pura,

tú eres la señorita del Mar, novia del Aire;

la que no necesita

del colorín para que su donaire

encele mar y cielo;

con tu falda de vuelo

plata, verde y azul, y la sencilla

gracia de tu pañuelo

de seda y espumilla

sobre el talle flexible de palmera.


Desde la gracia altiva y marinera

del Carmen, con sus altos torreones,

un poco aztecas y, a la par, un poco

floridos por el énfasis barroco

con que en la proa de los galeones

cantaba Iberia su canción ufana

de hidalgo en la ruina;

y la plaza de Mina,

con la húmeda ternura italiana

de sus dioses desnudos

sobre los terciopelos verdioro

de las hojas de octubre y el decoro

de los viejos escudos;

y la risa

de las portadas donde el mármol sube,

torcido y ágil bailarín, la nube

blanca y rosa, a escalar, de la cornisa:

todo es gracia de América y de Italia;

todo ha venido, por el mar, cantando,

a unirse en este blando

lazo de humanidad y de cultura;

en este centro blanco de armonía,

claro de gracia y múltiple de acento,

abierto a todo el viento

y a toda la ironía...


Cádiz universal, libre y humano

a fuerza de divino;

pacífico artesano

al estilo oriental, verboso y fino

en la gracia sencilla de sus tiendas;

Cádiz, todo florido de balcones,

de minaretes laicos sin santones

y de calles angostas sin leyendas


Todo en ti es blancura

de gracia y doncellez, todo: la anchura

luminosa del cielo

y el desvelo

de amor en la angostura

de la calle; y el ansia y el anhelo

con que, llena de risa y algazara,

se abre, al viento galán, la gracia clara

del patio azul y el abra de herradura


Todo: y el aniñado

paso de paje, tímido e incierto,

con que te llevan, llenos de ufanía,

San Fernando y el Puerto,

la cola blanquiazul por la bahía.


Todo: y esa alegría

de bailador gitano y de torero

con que yo, prisionero

de tus gracias divinas,

ante el pisar menudo de tus finas

zapatillas de espumas y el donaire

de tu porte, y tu garbo y señorío,

tiro la capa de este verso mío:

¡Señorita del Mar, novia del Aire!


José María Pemán
Soneto 116, de Shakespeare

Déjame que el enlace de dos almas fieles
No admita impedimentos.
No es amor el amor
Que cambia cuando un cambio encuentra,
O que se adapta con el distanciamiento a distanciarse.
¡Oh, no!, es un faro eternamente fijo
que desafía a las tempestades sin nunca estremecerse;
es la estrella para todo barco sin rumbo,
cuya valía se desconoce, aun tomando su altura.
No es amor bufón del Tiempo, aunque los rosados labios
Y mejillas corva guadaña sigan:
El amor no varía con sus breves horas y semanas,
Sino que se afianza incluso hasta en el borde del abismo.
Si esto es erróneo y se me puede probar,
Yo nunca nada escribí, ni nadie nunca amó.